COVID19: Amor en tiempos de coronavirus - Simone V. Benatti

Artículo publicado el 31 de marzo de 2020 en Annals of Internal Medicine,www.annals.org, en la sección “On being a doctor”, con el título "Love in the Time of Corona". 

Ella responde de inmediato, sin duda está esperando al lado del teléfono. Su voz es tranquila y ronca; me gustaría poder ver su rostro.

“Buenos días, doctor”.

La imagino de pie en el pasillo de una casa vieja y sombreada.

“Llamo para hablar sobre el Sr. Rota. ¿Es usted su esposa?”

“Sí, doctor. Soy su esposa”.

“Bueno, Sra. Rota, la situación es más o menos igual que ayer. Se lo dije… no es buena, la verdad. Tiene una edad bastante avanzada, y esta enfermedad es muy mala para los ancianos, como sabe. Además, tiene Alzheimer. Ahora se niega a comer, y realmente no creo que sea apropiado llevar nuestros esfuerzos más allá de cierto punto. Espero que me entienda”.

“Oh, doctor, es porque no estoy allí. Verá, me necesita. Llevamos 55 años casados. Mi sobrino tenía razón. Cuando llevamos a mi marido a urgencias, mi sobrino temía que se rindiera en cuanto lo dejáramos solo. ¡Y tenía razón!”

“¿Tiene hijos, Sra. Rota?”

“No, doctor. Solo somos nosotros dos. Hemos vivido juntos toda la vida, pero tenemos muchos sobrinos. ¿Puedo pedirle un favor? La próxima vez que hable con mi marido, dígale: ‘Pietro, tengo un mensaje de tu Bigi’ —así me llama. Y por favor, dígale que no me dejan quedarme con él, pero que lo amo. Solo dígale eso, doctor, por favor. Recuerde, ‘Bigi’, y estoy segura de que colaborará. Él me llama así. Él lo entenderá”.

Apenas oculto la tensión en mi voz e intento seguir la conversación; sin embargo, necesito hacer una pausa. La señora Rota también calla. Entonces, durante unos pocos segundos, ambos estamos en silencio, cada uno en su extremo de la línea, enfrentados al absurdo absoluto de la situación. Por un lado, debido a las reglas de contención de la pandemia, una pareja que ha compartido toda su vida —incluso los últimos años de un deterioro cognitivo implacable y doloroso— es separada para siempre en las decisivas horas finales, sin tiempo siquiera de captar el momento (y aunque la Sra. Rota probablemente ya esté infectada con coronavirus también). Por el otro lado, un anciano demente, sin ninguna posibilidad de recuperarse de esta neumonía o de las complicaciones que invariablemente se producirían después, permanece atado a su cama; solo en un sitio extraño; y rodeado de desconocidos que lo atienden completamente cubiertos con máscaras, guantes y batas, a fin de proporcionarle oxígeno de provecho dudoso.

Podría hacerle saber a la Sra. Rota que su esposo ya no responde a la voz y que probablemente ya ha entrado en las últimas horas de su existencia. Sin embargo, le dejo creer que su mensaje será transmitido y que su esposo recibirá, a través de mi voz, las palabras de su amada.

Uno de los aspectos más dolorosos de esta pandemia es la separación irremediable de los pacientes de sus familias al final de sus vidas. Por lo general, ocurre inesperadamente, en un acceso de dificultad respiratoria, con los sentimientos de los familiares envueltos en una extraña mezcla de culpabilidad de los sobrevivientes y miedo, mientras intentan entender el concepto de contagio y se sienten abrumados por el miedo generalizado a una catástrofe invisible e innombrable.

A medida que la pandemia empeora —y el número creciente de afectados pronto supera los recursos disponibles, el tiempo disponible para cada caso se reduce y el agotamiento de las enfermeras y los médicos se dispara—, la posibilidad de un acompañamiento digno en la muerte destaca como uno de los ‘signos vitales’ que estamos llamados a vigilar. No solo para evitar que los sobrevivientes se sientan abatidos ni para proteger la cordura de los médicos, sino por el significado mismo de nuestra profesión médica, de nuestro estar ‘ahí’.

A la Sra. Rota le gustaría hablar más, pero tengo miedo de perder el control de mis emociones. Intento terminar la conversación y ella responde: “Gracias, doctor. Me ha permitido hablar un poco. Ya sabe, ahora estoy sola”.

“No hay de qué, Sra. Rota. Es mi deber”.

Esta ‘ronda telefónica de familiares’ es un triste ritual que hemos empezado a hacer a diario, porque las familias en cuarentena no pueden visitar el hospital. En una sala de COVID, tres semanas después de que todo empezara, los pacientes se parecen cada vez más entre sí; la única diferencia relevante es su cociente PaO2/FiO2, que a menudo puede cambiar muy deprisa (y generalmente no a mejor). Sin embargo, de alguna manera necesito esta breve conversación con extraños invisibles, que aborda directamente el corazón de sus penas y miedos (y también de los míos).

Donde la ciencia médica fracasa, la medicina aún puede tener éxito. Después de todo, esto y no otra cosa es la fuerza que impulsa el progreso de la medicina a través de los siglos. Mucho antes de la llegada de los antibióticos, los analgésicos y las máscaras de oxígeno, lo que llevó a los seres humanos a cuidar de los enfermos y moribundos fue la necesidad de dignificar y aliviar el abandono de nuestra condición humana común.

Esta aterradora pandemia no solo ha borrado nuestra rutina hospitalaria, cancelado nuestros planes y anulado nuestras prioridades; también ha reventado a nuestras familias, ha golpeado a nuestros amigos y colegas, y ha dejado inequívocamente claro a nuestras mentes olvidadizas que todos estamos involucrados en la misma lucha. Cuando no nos mantenemos unidos, no somos más que pobres seres humanos.

Hasta que venzamos.

 

Simone V. Benatti, MD

Hospital Papa Giovanni XXIII

Bérgamo, Italia