COVID19: Reflexiones en el cementerio en los días del COVID 19 - Ricardo de Luis Carballada

I

Deber de humanidad

Hegel recurrió a la figura de Antígona, - que enterró a su hermano desobedeciendo la orden del soberano de Tebas -, para describir el significado de enterrar a los muertos. Lo presenta como un acto en el que los humanos nos sobreponemos a la ley destructiva de la naturaleza. Y afirmamos que la vida humana no pertenece solamente al orden natural, fijando además a la persona difunta en su pertenencia a la comunidad humana, que se caracteriza precisamente por regir sobre la naturaleza.

Es una manera certera de describir el significado de uno de los actos más humanos y civilizados. Por eso, ha estado presente en la historia de la humanidad desde el paleolítico hasta nuestros días. Enterrar a los difuntos -o depositar sus cenizas en una sepultura o un columbario - es una manera de afirmar la dignidad de la persona.

Para los cristianos, la dignidad personal es tan grande como pueda contenerse en la frase "el ser humano es imagen de Dios". Una imagen que no se expresa solamente en el alma, sino también en la corporeidad indisociablemente unida a aquella.

El tratamiento de los restos de la persona tras su muerte son un termómetro que mide el grado de humanidad, de civilización y de respeto a la dignidad de la persona de una sociedad. No es este el momento para indicar cómo la ligereza y superficialidad posmoderna también estaban penetrando en algunos usos funerarios de nuestra sociedad. Hoy solamente quiero convocar a la reflexión sobre el respeto a la dignidad debida de los difuntos, en estos días tan largos del estado excepcional que vivimos a causa del COVID 19. Y también el derecho que asiste a los familiares para cumplir -precisamente ellos- con el deber de enterrar a sus difuntos. Deber contraído por los vínculos del amor, indicaba acertadamente Hegel.

II

Pronunciar una oración

La situación creada por la actual pandemia nos ha sorprendido sin ningún tipo de preparación para un fenómeno de tal magnitud. Una de las dimensiones más trágicas y dolorosas ha sido la elevada mortandad que ha desbordado los servicios fúnebres de muchas localidades. Las medidas restrictivas, aplicadas a cualquier forma de reunión social, también han afectado a las celebraciones fúnebres.

Desconozco como se han desarrollado los enterramientos en otros lugares del territorio español. En la ciudad en la que resido, los responsables competentes interpretaron inicialmente que el decreto de confinamiento no permitía la asistencia religiosa en los cementerios. Tras la insistencia del Vicario de Pastoral entendieron que el decreto permitía la presencia de tres familiares y de un ministro religioso por cada difunto. La diócesis convocó un servicio de asistencia al cementerio. Un grupo de sacerdotes nos turnamos asistiendo a los entierros para que no falte ni una oración al difunto, ni la fortaleza que un responso puede transmitir a los familiares.

Al aparcamiento completamente vacío del cementerio van llegando los coches fúnebres cada media hora. Tras abrir la puerta trasera del vehículo, y sin descender el féretro, pronunciamos "al paraíso te lleven los ángeles..."; leemos las palabras de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida..., el que cree en mí vivirá para siempre"; rezamos el padrenuestro con los familiares presentes -y unidos a los familiares ausentes-. Después nos ponemos en marcha hacia la sepultura recitando, "el Señor es mi pastor nada me falta...", "Desde lo hondo a ti grito Señor..." Tras la bendición de la sepultura, "Dios te salve, María...Ruega por nosotros pecadores, en este valle de lágrimas..."

III

Acompañamiento y soledad

En uno de cada tres enterramientos no hay compañía de familiares. Viene el féretro solo. Las diversas circunstancias, en las que tantas personas se encuentran atrapadas en estos días, no les permiten acudir a la última despedida de sus familiares difuntos. También ante los que vienen solos rezamos el responso. En este caso la comunidad orante la formamos el psicólogo del tanatorio y el sacerdote. Con frecuencia se ha sumado a la oración el conductor del coche fúnebre.

Ante uno de los féretros que venía sin acompañantes, y tras la oración de los tres -psicólogo, conductor y yo como sacerdote-, pensaba que en esos momentos no representábamos solo a la Iglesia que, en el nombre del Señor, tiene el compromiso de acompañar la vida humana desde su origen a su despedida final. Éramos también representantes de toda la humanidad. De una humanidad que tiene el deber moral de impedir que alguien sea enterrado sin recibir la expresión del reconocimiento a su persona por sus semejantes. No vivimos solos. Somos parte de la comunidad humana y esa participación la debemos expresar también en el momento de la muerte.

Los pocos familiares a los que permitían venir habían perdido el contacto con su familiar difunto hacía 8 días, 10 días. Me contaban: "Se lo llevaron en una ambulancia... y no he tenido otro contacto con su persona hasta ahora que me han entregado la urna con sus cenizas". La viuda, protegida por la mascarilla, besaba la urna que sostenía en sus brazos. La acompañaba un hijo. "Los otros dos residen fuera... Preguntaron si podían viajar y les dijeron que no". Los representaba una vecina. ¡Benditos vecinos! ¡los buenos vecinos!

Los sepultureros, a los que la rutina de la repetición de su trabajo les ha despojado de solemnidad en el porte, tienen estos días una actitud gestual diferente. Se les ve cansados (cada media hora una inhumación) e impresionados por lo que están viviendo. Parecían querer acompañar el dolor con sus movimientos apresurados, pero también llenos de respeto hacia el difunto y la oración pronunciada.

IV

Para el día después

En estos días de confinamiento ya estamos pensando en las tareas que como sociedad tendremos que afrontar cuando la situación de emergencia decline. La crisis económica, laboral y social que nos aguarda; remediar la imprevisión de nuestro carácter español; analizar despacio las condiciones de las residencias de mayores; también las condiciones de trabajo del personal sanitario y de otros muchos colectivos de servicios; la responsabilidad política y de gestión administrativa en esta crisis; el estado de las autonomías y la cohesión real como país, etc., etc., etc...Y durante muchos días - al menos algunos - continuaremos orando y llorando por los difuntos.

No sé si cuando retomemos la vida cotidiana habremos cambiado nosotros y nuestro mundo, como muchos están diciendo. Lo que es seguro es que no volveremos todos los que estábamos. Y los que volvamos tendremos que reflexionar también sobre la manera de humanizar las situaciones límites. Sobre el acompañamiento humano a los moribundos, la importancia de la asistencia religiosa en centros sanitarios (pocos días antes algunos políticos de una ciudad importante de la costa mediterránea española pedían su desaparición de los hospitales públicos), el modo de garantizar exequias humanas, civilizadas, y para los que somos creyentes, con expresión religiosa.

Me pregunto si algunas de las medidas aplicadas en estos días no han sido excesivamente restrictivas e insensibles. ¿Tenía necesariamente que reducirse a tres la asistencia de familiares a la última despedida? En la comunidad autónoma en la que resido las autoridades recapacitaron. Tras impedir inicialmente que los familiares acompañaran a los moribundos hospitalizados, lo acabaron permitiendo. La enfermedad y la muerte nos puede arrebatar personas valiosas -todas- y queridas para nosotros. Lo que tenemos que impedir es que nos arrebate nuestra humanidad. Y debemos prever la manera de ejercitar la humanidad en condiciones excepcionales, que de una u otra manera nos seguirán sorprendiendo cuando menos lo pensamos.