COVID19: La conciencia fanatizada - Carlos Díaz

Queridas amigas y amigos:

Como creo no tener mucho más que decir de momento en torno a la presente tragedia vírica de la humanidad, deseo al menos ofreceros cada día algunos componentes visibles –según mi opinión– en la misma. Empezaré en esta primera entrega con un texto sobre la conciencia fanática de Gabriel Marcel (Homo Viator):

“El alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese ‘todo el mundo’ no es ‘todo el mundo’. ‘Todo el mundo’ era normalmente la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa… No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada… De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior”. Este es uno de los diagnósticos más lúcidos sobre el mundo contemporáneo que se han escrito. A partir de ahí hemos podido ver hasta qué punto las masas son débiles a la propaganda y, por ello, fanatizables.

La conciencia fanatizada está como insensibilizada ante todo lo que no gravita en su propio sentido de imantación. Cuando le hablas a un estalinista de los millones de desgraciados que son deportados a regiones donde son condenados a morir de hambre o de frío en un plazo más o menos breve, suponiendo que tu interlocutor no niegue pura y simplemente el hecho, te declarará que se trata de una penosa necesidad que va ligada a un periodo transitorio. En este caso, la insensibilidad resulta inseparable de una prodigiosa deficiencia de la imaginación; o, más bien, son dos caras de un único y mismo fenómeno.

Existe un número sin cesar creciente de seres cuya conciencia está desenfocada. En el fanatismo la imaginación toma el puesto del entendimiento. No sólo es básicamente pretenciosa o desafiante –“lo afirmo yo, dígase lo que se diga”–, sino que comporta la voluntad de aniquilar a quien se atreva a oponerse a su pretensión. En otros términos, de ninguna manera estamos en el ámbito del pensamiento. Podría decirse que el fanático traslada al plano del pensamiento, o de lo que debería ser el pensamiento, procesos estrictamente corporales.

El fanatismo es la opinión elevada a su paroxismo, con todo lo que comporta de ciega ignorancia sobre sí misma. Por otra parte, cualesquiera que sean los fines que el fanático se proponga o crea proponerse, aun cuando crea que quiere unir a los hombres, de hecho no puede sino separarlos, pues se ve llevado a querer suprimir a sus adversarios, de los que se esfuerza, al efecto, por no formarse más que una imagen material y degradante. En realidad, los concibe sólo como obstáculos que romper o derribar, pues, al haber dejado completamente de comportarse como ser pensante, ha perdido hasta la mínima noción de en qué consista el ser pensante fuera de él. Es perfectamente comprensible, pues, que previamente se afane en descalificar por todos los medios a quienes quiere exterminar. Todo procede de que el fanatismo es, por definición, incompatible con cualquier preocupación por la verdad; y, como la verdad es inseparable de esta preocupación, el fanático es el enemigo de la verdad, aunque sólo fuera por el hecho de que entiende confiscarla en su propio provecho. Cuando Jacques Maritain, por ejemplo, afirmaba que, hablando con rigor, se podía ser católico –pero no inteligente– sin ser tomista, emitía una afirmación propia de un fanático puro y simple, y se podría hacer ver mediante qué transiciones casi imperceptibles es siempre posible pasar de ese fanatismo venial hasta el fanatismo sin más.