COVID19: Apuntes de un diario - Manuel Pecellín

Día 30

He vuelto a salir, esta vez para comprar las medicinas imprescindibles de Cintia (por su hipotiroidismo). Me enfundo guantes, mascarilla y gorra, aunque la farmacia está a escasos metros de casa. Allí toman sus precauciones: no dejan que los clientes se aproximen al mostrador merced a unas vallas publicitarias; Cipri y sus compañeros portan una gran careta de metacrilato, para proteger ojos, nariz y boca, amén de la mascarilla; no tocan las tarjetas de pago, etc. Lo peor ha sido que no tenían todos los productos y hemos de repetir visita dentro de unas horas.

La cartera me trae un sobre de la Dirección General de Tráfico. También ella viene bien protegida, pero triste y con mucho miedo. ¡Vaya oficio el suyo para estos días de pandemia! Me han dado el carnet por cinco años, o sea, hasta 2025. Me parece que entonces, si llego, tendré ya pocas ganas de conducir.

Carlos D. me remite el texto en que Enrique Bonete Perales, catedrático de Filosofía Moral de la Universidad de Salamanca, defiende como opción ética la del médico que, en casos excepcionales y ante carencias irresolubles, decide aplicar el único respirador existente antes a quien tiene más posibilidades de sobrevivir frente al virus (juventud, fortaleza, mejor estado general), que a un viejo endeble y enfermizo. Sólo porque puede producir más beneficios a la sociedad. Más aún si el primero carga con responsabilidades familiares que atender, del que el segundo está libre. A Carlos no le convence (a mí tampoco) el razonamiento de su amigo y se lo refuta, sin acritud, pero con firmeza. Viene a decir que, si estuviéramos en el mejor de los mundos posibles, tal vez, pero tal y como andan las cosas, no le vale como principio general: habría que examinar caso por caso, porque la vida del más joven puede ocurrir que resulte menos útil a la sociedad que la del entrado y la senectud. (Pensemos, v.c., en alguien violento, bruto, torpe, egoísta, explotador, insolidario… ¿Por qué tendrá más derecho a vivir que un viejo amable, generoso, aún lúcido? ¿Quién de los dos resultaría más útil a la sociedad?).

Voy a interrumpir la lectura de la obra que me hizo llegar Esteban Cortijo, Hablando con Mario Roso de Luna (Oviedo, Delfos, 2019) para tomarme un vaso con un puñado de altramuces, los antaño tan populares “chochos” o “salaítos”, que vendían en puestos callejeros y muchas tabernas ponían como acompañamiento del bebitorio. (En mi pueblo, los campesinos solían pedir “un cáliz”, para demandar una copa. No creo que tuviesen ninguna intencionalidad blasfema. Sencillamente porque pocos sabrían qué significa aquel término del ámbito litúrgico. Recuerdo el verano de 1969 que pasé en París. Me fui en autostop, junto con Francisco Murillo, dimidium animae meae, a una buhardilla del Barrio Latino –rue de Rennes, 80– que me había dejado Fuencisla, una militante del PC a quien conocí en el madrileño Barrio del Pilar. Apenas teníamos un duro, pero sí intención de encontrar rápidamente trabajo. Pues no hubo forma, porque en todos los sitios nos pedían ya des papiers y nosotros no los teníamos. A mí me habían proporcionado en ZYX la dirección de Abel Paz y nos acercamos a saludarle. Nos recibió muy amablemente. Vivía con una mujer mucho más joven, hermosa y muy discreta. Al conocer el viejo anarquista exiliado nuestra situación, me hizo una oferta irresistible: “Estoy escribiendo la biografía de Buenaventura Durruti. La tengo muy adelantada, pero soy consciente de que mi castellano no es muy puro. Si tú repasas y corriges el original, yo os doy para comer cada día”, me dijo. Los dos cumplimos el trato. Por cierto, no solo le hice correcciones de estilo; me atreví a sugerirle observaciones con mayor calado, como, por ejemplo, que eliminase las interpretaciones del carácter de su héroe basadas en el horóscopo. Supe más tarde que Abel Paz había publicado Durruti: el proletariado en armas, reeditado luego como Durruti en la revolución española. Pese a mis simpatías hacia el anarcosindicalismo hispano, no he leído esa obra, por lo que no puedo decir hasta qué punto atendería el autor mis pequeñas correcciones. Sí recuerdo bien que, como muletilla fática, Abel Paz soltaba muy a menudo un rotundo “me cago en el copón”. Pronto advertí que aquel hombre no sabía el significado de su expresión y así me lo dijo con toda inocencia, cuando se lo expliqué. Año más tarde, trabajando con los jornaleros de Almendralejo escuché que estos lo llamaban “la cazuela de las hostias”. Sabían algo más que el buen biógrafo de Durruti.)

Por cierto, se me grabó cómo narraba Julián Gómez del Castillo una anécdota referida a tan duro personaje. Cierta vez, residiendo ya en Barcelona, el gobernador civil consiguió que lo encausaran para quitar de las calles a tan peligroso revolucionario. El de turno no encontró otra fórmula de procesarlo que aplicarle la “ley de vagos y maleantes”. Aquello irritó tanto a Durruti, cuyas acciones armadas eran bien conocidas, que, interrumpiendo al fiscal, prorrumpió: “José Buenaventura Durruti, nieto e hijo de obreros, mecánico de ferrocarril desde los 14 años, puede recibir condena por atentar de muchos modos contra el orden establecido. Pero si me la imponen como vago, Vds. dictarán pocas más en cuanto quede libre”. Sabiendo cómo se las gastaban Durruti y los suyos, la causa fue sobreseída.

De aquella estancia en París recuerdo especialmente el 14 de julio, fiesta nacional francesa. Ese día salimos a pasear por las orillas del Sena. Todo el mundo andaba alegre y las chicas con las que nos encontrábamos te invitaban a participar en espontáneos bailes. Pasamos a una de las isletas del río, próxima a Notre Dame, y nos sentamos en unas banquetas que por allí había. Abundaban los jóvenes de ambos sexos, en actitudes que se me antojaron sospechosas. Por entonces, yo apenas había oído hablar de sustancias estupefacientes y sus efectos. No obstante, advertí a mi amigo: “esta gente está drogada”. Minutos después, llegó un celular de la policía y nos metió a todos dentro. Suponiendo a dónde nos dirigían, comencé a protestar: Messieurs, nous sommes espagnols. On vienne d’avoir des problèmes avec la police de Franco et voilà qu’aussi , dans la terre de la liberté, on nous arrête. El policía, un inspector gigantesco, al que dirigía la soflama, se me queda mirando fijamente y al cabo de pocos segundos, manda detener el furgón y hace que mi amigo y yo nos bajemos, sin más explicaciones.

No fueron tan amables horas después los GRS. Basta leer libros como Ils accusent (París, Seuil, 1968) para saber cómo se las gastaban los gendarmes franceses con los manifestantes: a no pocos los golpearon hasta la extenuación, arrojando luego sus cadáveres al Sena. Yo aún no tenía noticias de tamaña barbarie. Esa noche del 14 juillet participé con Fuencisla y mi amigo Paco en una manifestación multitudinaria por las calles próximas a los Campos Elíseos. Íbamos alegremente, sumándonos a proclamas que no entendíamos muy bien, pero nos hacían sentirnos en el aliento del mítico Mayo del 68 (¡ya habían transcurrido 12 meses!). Muy pronto llegó la policía, fuertemente armada, y comenzó a pegar, apuntando a las cabezas, como yo nunca había visto en los follones que armábamos por el Paraninfo, Moncloa o la calle Princesa de Madrid. Peor aún fue cuando comienzan a tirarnos gases lacrimógenos, castigo que yo nunca había experimentado y provocaban una ceguera momentánea, óptima para que los gendarmes nos golpearan fácilmente. “No corráis, no corráis”, nos exhortaba la animosa Fuencisla, que, eso sí, iba más de diez metros delante de nosotros. Al fin, conseguimos escapar por unas callejuelas y terminamos comiéndonos en Montmartre un sucedáneo de paella (nos pareció riquísima) a las 4 de la mañana.

Pero volvamos a los altramuces que estoy consumiendo. Su nombre científico es lupinus albus. Mi amigo Emilio Osorio, uno de los hombres más bondadosos que se me ha dado conocer, haría su tesis doctoral sobre esta leguminosa. Por eso lo llamo cariñosamente Lupino. Este fruto de la familia de las fabáceas posee una cantidad increíble de proteínas. Sus extraordinarias virtudes nutritivas las sabían bien nuestros campesinos, que ponían puñados de altramuces en los morrales de las bestias cuando las sometían a las tareas más duras o echaban a los cerdos magras raciones de chochos para mantenerlos en tanto llegaba la montanera. No era asunto fácil: la planta del altramuz madura con vainas que terminan en afiladas puntas, capaces de herir a los segadores. Peor aún: al cosecharlos, vienen con un sabor tan amargo que resulta imposible consumirlos sin un tratamiento previo (hoy ya los hay que, híbridos, se pueden comer directamente). La solución era endulzarlos, y a eso se dedicaba mi familia durante los meses de estío. La primera fase era someterlos a cocción en una enorme caldera que teníamos y funcionaba durante las 24 horas del día en nuestra huerta de “El cerezo”. Después había que ir poniéndolos en agua, que renovábamos cada día a lo largo de la semana. Cinco albercas, donde iban poniéndose y tratando las calderadas. Una fuente ferruginosa nos traía el imprescindible líquido elemento. Cada 24 horas dábamos salida a las aguas, dirigiéndolas con cuidado a un “desmate” próximo, cuya tierra literalmente “pudría”, fecundándola así para sembrarla de coles u otras hortalizas. Se necesitaba hacerlo con cuidado sumo, porque el líquido maloliente, que mi primo Eduardo y yo bajábamos con nuestras pequeñas azadas a través de los canteros, podía secar, a poco que se nos escapase, las tomateras del huerto e incluso los árboles frutales. Una vez dulces, los sacábamos de la alberca correspondiente para extenderlos en una gran era de lisas pizarras. Allí permanecían 24 horas, cuando los recogíamos y apilábamos, ya secos, en montones. Yo he dormido muchas veces sobre ellos, arropado con buena manta, viendo las constelaciones que los mayores nos enseñaban a nombrar: el carro, la osa, la polar… Noches à la belle étoile, que conformaron parte de mi infancia y adolescencia campesinas. De madrugada, comenzaban a llegar yuntas, carros, algunas camionetas que traían costales con altramuces sin tratar y se llevaban los ya endulzados. Mi padre presumía de que yo, tan pequeño, echase las cuentas correspondientes, mientras los dueños dudaban de mi capacidad para hacerlas bien. Era toda una cultura, hoy ya desaparecida.

Gracias al empeño de Rufino Acosta Naranjo (Pallares, 1963), profesor en el Departamento de Antropología Social de la Universidad de Sevilla, que dirige el Grupo de Investigación Cultura, Ecología y Desarrollo, GIDED, con el que he colaborado, otro endulzadero de altramuces similar al mío obtuvo de la Junta de Extremadura la calificación BIC (Bien de Interés Cultural). El decreto 68/2012, de 27 de abril, se la otorgaba al “Conjunto de Huerta, Noria y Cocedero de Altramuces”, en la finca “La Cabra”, en el término municipal de Monesterio (Badajoz), con categoría de Lugar de Interés Etnológico.

Cierta mañana, mientras almorzábamos junto a la fuente del huerto, vimos que se aproximaba un rebujón negroide. Poco a poco fuimos identificándolo. Se trataba de un cura, D. Federico Santos Mozo, que iba aproximándose rebozado en su manteo y defendido del sol por la “teja” del mismo color. Licenciado en Filosofía y Teología, natural de Zamora, rebotó hasta Monesterio por razones que se nos ocultaban. El buen cura vino junto a su madre, Dª Tomasa, y su hermana, Dª Flora, y alquiló dos habitaciones con derecho a cocina y corral en casa de mi “abuela” (la señá Isidora, madre de mi madrastra: yo era huérfano). Allí comenzó a dar clases de bachiller a ciertos alumnos, ricos. Yo, bastante más pequeño, escuchaba, fascinado, las explicaciones. Pronto se dio cuenta de que me sabía mejor las lecciones de historia y lengua, e incluso las declinaciones latinas, que aquellos brutotes. Por eso se acercó al Cerezo, para proponerle a mi padre que me dejase ir al Seminario. En mi casa éramos absolutamente ajenos a cualquier instancia religiosa. Tampoco mi escuela, con un maestro de filiación republicana, D. Juan Calero Gallego, pedagogo genial, era propicia para los estudios relacionados con la fe católica. Cuando D. Federico llegó aquel inolvidable día hasta nosotros y le propuso a mi padre que yo tenía que estudiar, presentándole el Seminario como posible salida, aquel rudo campesino (nunca pude pinchar, a propio intento, sus encallecidas manos con pincho alguno), rojo confeso, respondió agriamente: “Vale. A ver si algún día puedo conocer un cura que esté con los pobres y no con los ricos”. Meses después, con sólo diez años, los dos me llevarían a Badajoz para examinarme de ingreso en San Atón, donde permanecí hasta los dieciocho, que me enviaron a estudiar en la Universidad Pontifica de Salamanca. No sé hasta qué punto el permiso-improperio de mi padre, cuyo alcance no valoré ni comprendí a la hora de emitirse, ha influido en mi vida. Setenta años después, lo recuerdo con absoluta transparencia. Entonces, yo seguí regando inocentemente los pepinos.