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Hay otras pestes – Carlos Díaz

No son las obras literarias las que más matan, sino la ausencia de buenas obras literarias. Giovanni Boccaccio nace el 17 de julio de 1313, en Florencia, pasa su juventud en Nápoles, y empieza a estudiar Derecho. En 1318 se establece en su tierra natal, donde será testigo de la terrible epidemia de la peste negra del 1348, entre cuyas víctimas estuvieron su propio padre y su madrastra. La obra fue comenzada al año siguiente de aquellos luctuosos acontecimientos, entre los años 1349 y 1351. A pesar de ello, horrorizado por lo vivido, volvió de forma recurrente sobre parecidos espacios literarios hasta su muerte acaecida el 21 de diciembre de 1375 en su casa de Certaldo, que muchos, incluido él mismo, creían su casa natal, sin serlo. Nuestro escritor renacentista no se preocupó demasiado por ello y aprovechó bien el tiempo.

Como recordará el culto lector, se llama Decamerón a aquella obra de Giovanni Boccaccio que reunía un conjunto de cuentos narrados por siete muchachas y tres jóvenes varones, cada uno de los cuales relataba a su vez diez cuentos. El Decamerón tuvo como trasfondo la terrible epidemia de peste negra, la más atroz de la era cristiana que, al igual que el coronavirus, se originó en Oriente, de donde pasó a Italia (Florencia) y a las demás naciones europeas.

El asunto de las enfermedades contagiosas con innumerables víctimas ha sido el punto de partida de no pocas obras literarias, y no sólo de ellas, sino también de las canciones de ciego, y en general de la popular literatura de cordel. La relación es muy amplia al respecto, argumento favorito no sólo en los relatos de muertos, de cementerios y de almas en pena de la literatura universal, sino en la más moderna y existencial de Albert Camus (La peste) y, sobre todo, en la literatura mágica latinoamericana, por ejemplo en “Casas muertas”, del venezolano Manuel Otero Silva; “El amor en los tiempos del cólera”, de Gabriel García Márquez; “Los hermanos Arango”, de José María Arguedas”; “Calixto Garmendia”, de Ciro Alegría; “La ciudad de los tísicos”, de Abraham Valdelomar, toda esa interminable literatura sin fondo en los pueblos calificados como “surrealistas”, “mágicos” o -lo que sería más exacto- hundidos por el hedor de la injusticia. La injusticia es una peste de proporciones descomunales.

Pero hay otras pestes. En nuestros días el francés Geoffroy Delorme (normando nacido en Nanterre)  estudió primaria, secundaria y bachillerato por correspondencia por imposición de sus padres, que le transmitieron la idea de que la sociedad era un lugar muy peligroso, lo cual le aterraba. Pero, como necesitaba relacionarse, a los 19 años encontró una forma de hacerlo: internándose en el hermoso bosque de Louviers (Normandía), cerca de su casa, donde convivió durante siete años con un grupo de corzos. Quería fundirse con la naturaleza para evitar a la humanidad, todavía hay un rusoniano en cada francés. Hoy, a sus 37 años, publica un libro contando su experiencia: “convivir con corzos me ha demostrado hasta qué punto soy humano”. ¿No es eso una peste? Pobres ciervos a los que trasladará el fugitivo apestado su propia peste. Mala es la peste bubónica, pero ¿está la solución en convivir con corzos puros como argumento de alteridad?

Una terrible epidemia devastó la ciudad de Tebas entre 430 y 420 a.C. Para cono conocer el origen de aquel mal, Edipo consultó el oráculo y supo que la terrible plaga era consecuencia de un delito moral no resuelto que lastraba la atmósfera de la ciudad, porque el asesino del rey Layo no había sido capturado y condenado. Edipo juró castigar al asesino y lo maldijo como causante de la epidemia. Para averiguar con mayor precisión su identidad mandó llamar a Tiresias, el profeta ciego, quien no sólo rehusó hablar aun conociendo la respuesta, sino que además pidió a Edipo que desistiese en su búsqueda. Furioso Edipo por la actitud de Tiresias, lo acusa de complicidad con el asesino y éste, indignado le grita: “¡Tú mismo eres el criminal que buscas!”. Profundamente perturbado, Edipo no comprende la respuesta y se burla duramente de la ceguera de Tiresias, quien le responde que el ciego era él, el propio Edipo, y que el asesino era un tebano, hermano y padre de sus propios hijos, e hijo y esposo de su propia madre. O sea, el propio Edipo.

La respuesta edípica a la vida asola y arrasa la vida a todos los edípicos: que cada peste aguante su peste. Pero ¿acaso no reaccionamos también nosotros un poco o un mucho como nuevos asesinos de Tiresias cuando nos dicen la verdad? Si casi todos los hombres fuésemos tan malos, entonces la maldad debería ser lo más justificable. Se burla de sus llagas quien asegura no haber recibido nunca una herida, o hace como el mal tenista: el mal tenista llama a su juego habitual “un mal día”. El problema es cuánto dura un mal día medido en parpadeos de Vishnú.

El miedo a la peste es peste, desbarata toda ortografía y toda sintaxis y entonces, cuando se dice peste, se dice y se hace cualquier disparate inimaginable. Cuando la peste asola a Tebas el dolor y el sufrimiento comstituyen la totalidad del sistema de tribulaciones: ¿quién es entonces capaz de desesterilizarlo, de desinfectarlo, y de resanarlo?

Ante la peste, muchas veces respondemos con murmullos retroactivos de pestilencia.

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